Capítulo 27: QUE SE JODAN TODOS

Segunda temporada

Advertencia: ESTO ES FICCIÓN

Esta es una sátira sobre las relaciones de poder en Colombia, escrita en forma de novela. Y así como algunas películas advierten que su trama está «basada en hechos reales», esta es una novela basada en hechos actuales. En otras palabras: no se confunda. «La candidata presidencial» es una caricatura de la realidad, una parodia, un ejercicio de opinión y de imaginación del autor. Yo lo llamo ficción coyuntural.

Domingo 29 de mayo de 2022

Sergio Fajardo se levantó tentado a no votar ni por él mismo. Se bañó, desayunó y se cepilló los dientes, la rutina de siempre, pero con la desazón de quien se alista para asistir a su propio funeral, con la certeza de quien, al final del día, verá su cara derrotada a través del cristal del ataúd.

Estaba fastidiado con todo el mundo: con sus asesores, por dejarlo caer en trampas de influencers y por ponerlo a hacer payasadas propias del «marketing político», pero ajenas a él; con Alejandro Gaviria, por haberlo atacado con la sevicia de un enemigo; con Íngrid Betancourt, por saboteadora; con Cathy Juvinao, por desertora; con el presidente Duque y con el suspendido alcalde Quintero, por participar descaradamente en política, y con la procuradora Cabello, por ser cómplice del primero y por la torpeza de suspender y darle alas al segundo.

Estaba fastidiado, sobre todo, con la gente, con ese electorado que, aún cansado de las opciones de derecha o izquierda, prefería votar por el ingeniero loco y no por él, un maestro que llevaba años dando ejemplo con «política decente», un ciudadano intachable que le estaba haciendo el favor al país de aspirar a la Presidencia. Un ególatra, al fin y al cabo, que creía lo mismo que el escritor Juan Gabriel Vásquez: «El problema es que a los colombianos no les alcanza la imaginación para concebir un gobierno como el que proponen Fajardo y Murillo». Como quien dice: «No, no soy yo. Eres tú… Son ustedes, que no están listos para mí».

Aún así, fue el primero de los candidatos en salir a votar, creyendo que por mucho madrugar su suplicio acabaría más temprano. Llegó en su camioneta al INEM José Félix de Restrepo, el colegio de Medellín en donde tenía inscrita la cédula. Antes de bajarse miró a través de la ventana y confirmó que no había ningún espontáneo esperando por él. Apenas identificó algunos miembros de su campaña y un puñado de camarógrafos.

Fajardo se bajó y caminó casi como un ciudadano más, sin gente aglomerándose a su alrededor, solo respondiendo al saludo de un par de incautos que se lo encontraron con la mirada y no pudieron ignorarlo. Ni en la fila de la mesa 9 hubo alguien interesado en hacerle mayor conversación, igual a como le pasó el día que se votó por las consultas y por el Congreso.

(Vea a continuación a Fajardo votando sin despertar entusiasmo alguno).

Fue en ese momento de anonimato que experimentó de nuevo el miedo que había estado sintiendo en los últimos días: el miedo a ni siquiera lograr el 4 por ciento de la votación, es decir, a quedarse sin derecho a la reposición de votos y, en cambio, con una quiebra personal más dolorosa que la indiferencia de la gente.

En ese mismo colegio, pero en la mesa 14, votaría su paisano Federico Gutiérrez, un candidato de manual: simpático y risueño; con apodo de fácil recordación (Fico); casado, padre de dos niños y coloquial, usuario recurrente de la expresión «eh, avemaría». Para sus publicistas fue bastante obvio llegar al lema de campaña: «El presidente de la gente», aunque se quedaron cortos, porque Fico también era el candidato de los partidos tradicionales (el Liberal y el Conservador), del Centro Democrático y del Partido de la U, de tres de cinco expresidentes (Gaviria, Pastrana y Uribe) y del presidente en ejercicio.

A Fico sí lo saludaron animadamente cuando llegó al puesto de votación, le buscaron conversación y le pidieron fotos. Los espontáneos fueron tantos que demoraron su ingreso al colegio, igual al día en que se votó por las consultas y por el Congreso. Fue un dulce «déjà-vu» del domingo 25 de octubre de 2015, cuando lo eligieron alcalde de Medellín, ganándole por apenas 9.003 votos a Juan Carlos Vélez (una diferencia del 1,3 por ciento).

De todos los candidatos, Fico era el que estaba más entregado al resultado de la elección, cualquiera que fuera. Se repetía a sí mismo esa frase con la que los colombianos aceptan resignadamente su destino: «Que sea lo que Dios quiera, hom’e». 

El peor de los escenarios, para él, era un muy buen escenario. En caso de no pasar a segunda vuelta habría relanzado su carrera política. Podría excusar su derrota en que fue demasiado el lastre que le tocó cargar: un establecimiento no solo compuesto por los políticos de siempre, sino también por un empresariado déspota y sectario que se hizo más millonario mientras los pobres se hacían más pobres. Y si pasaba a segunda vuelta tampoco sería presidente, pero sí tendría una millonaria reposición de votos asegurada (para ambas vueltas) y garantizaría una curul en el Congreso, pudiendo además proclamarse como líder de la oposición al Gobierno de Petro. Dicho de manera más corta: Fico tenía toda una vida por delante.

Eso, «toda una vida por delante», es justo lo que no tiene Rodolfo Hernández a sus 77 años. Para él, la apuesta era ahora o nunca. Por eso no podía permitirse errores de última hora que le restaran posibilidades. La Candidata le había recomendado, con vehemencia, que después de votar hablara poco ante los medios, ciñéndose estrictamente a sus mensajes breves y particularmente demagogos.

El ingeniero Hernández llegó a la primera vuelta sin la sonrisa de abuelo bonachón que había venido impostando durante la campaña. La poquita paciencia que tenía se le acabó cuando su candidatura se hizo viable. Fue ahí que los periodistas pasaron de reírse con el viejito de TikTok a hacerle preguntas serias sobre el caso de corrupción por el que estaba llamado a juicio. Esa era la mayor urgencia del ingeniero, recaudar un capital político que le sirviera para evitar la cárcel, como presidente o como amigo del próximo presidente.

Las tres piedras con las que contestó el lunes, en Blu Radio, activaron las alarmas. La misma Candidata le recomendó no aparecer en un solo debate, porque una reacción descontrolada, en la que demostrara su desequilibrio temperamental, podría dejarlo sin posibilidades. Hernández estaba dispuesto a cambiar de opinión sobre temas específicos (el fracking, el aborto o, incluso, una reforma tributaria), pero era incapaz de cambiar la violencia de su carácter. Eso lo hacía impredecible y esa era su debilidad. Es la misma razón por la que huía de las multitudes: para no arriesgarse a perder los estribos en público y terminar como Germán Vargas Lleras, cancelado de la política electoral por el grotesco coscorrón que le pegó a un escolta.

Una personalidad muy diferente tenía Gustavo Petro. Él, justo después de votar, tuvo que atravesar la caótica y eterna muchedumbre que se armó en su puesto de votación, en el colegio Marco Antonio Carrillo, de Bogotá. Regresó a su camioneta con mucha dificultad, pero también con mucha paciencia. Ningún otro aspirante a la Presidencia lograba despertar un fervor popular tan desbordado como ocurría con él. Para su esposa y sus hijas era impensable que no ganara las elecciones, sobre todo, después de ver la locura que se desataba a su alrededor. Petro, en cambio, llevaba décadas sin creer en cantos de sirena. Sabía que, incluso ganando, el establecimiento era capaz de hacerlo perder, como cuando lo destituyeron de la Alcaldía de Bogotá.

Es verdad que había dejado las armas, pero su vida la seguía concibiendo como una sucesión de batallas. La de ese día era solo una más. Luego vendría la batalla por la segunda vuelta. Y si ganaba, vendría la lucha por posesionarse. Y el 7 de agosto empezaría la batalla por gobernar y, después, por no ser sacado de la Presidencia y, en cuatro años, por no ser procesado como expresidente. Hacía parte de su complejo de grandeza verse a sí mismo como un héroe que siempre tiene un villano a quien vencer y un pueblo al que rescatar. Su delirio lo llevaba a convertir eventos sin importancia en grandes gestas, como cuando habla de aquella vez que condujo por sí mismo un carro, en vías europeas, con tono de aventura épica.

Por vivir mentalmente en una guerra inacabable, Gustavo Petro no conocía la felicidad (no puede encontrarla quien siente que nunca llega al final de algo). Es un sentimiento que le costaba reconocer en sí mismo.

(Escuche a continuación la dificultad de Petro para reconocerse feliz). 

Podía decir, sin dudarlo, «te amo» o «te quiero mucho», pero era incapaz de decir «soy un hombre feliz». Tampoco era lo contrario. No era un hombre infeliz. Lo que pasa es que había aprendido a moderar la intensidad de sus emociones, para sobrevivir a los pronunciados altibajos de su vida: desde la tortura y el encarcelamiento, hasta las victorias electorales; desde la estigmatización y el exilio, hasta el reconocimiento que ya era internacional.

Petro no gritaba ni insultaba. O hablaba largamente o se quedaba callado. De sus torturadores dijo alguna vez: «Mi silencio los exasperaba». Lo mismo le pasaba a Verónica, su esposa: se exasperaba cuando discutía con él, porque él no decía nada. Y así, sin decir nada, Petro almorzó ese día con la estricta compañía de su familia, seguro de que sería el más votado de la jornada, pero consciente de que aquello no significaba nada. Era solo una batalla más. La Candidata sabía que así lo interpretaba él y con eso en mente le escribió un mensaje por WhatsApp:

—Otro paso más, comandante. Hay que seguir marchando.

La mujer guardó el celular y procedió a votar en su mesa. Entregó su cédula, agarró el tarjetón y se ubicó en el espacio donde menos podían verla. Allí ejerció su derecho a atravesar las caras de los candidatos con cuatro palabras que resumían su propia campaña: «QUE SE JODAN TODOS».

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