Capítulo 9: Matón que acosa a matón…

Primera temporada

Advertencia: ESTO ES FICCIÓN

Esta es una sátira sobre las relaciones de poder en Colombia, escrita en forma de novela. Y así como algunas películas advierten que su trama está «basada en hechos reales», esta es una novela basada en hechos actuales. En otras palabras: no se confunda. «La candidata presidencial» es una caricatura de la realidad, una parodia, un ejercicio de opinión y de imaginación del autor. Yo lo llamo ficción coyuntural.

Martes 4 de marzo de 2014

Alfonso Prada, Representante a la Cámara por el Partido Verde llegó puntual al desayuno de las 6:15 de la mañana en la casa de Germán Vargas Lleras. Lo acompañaba su pupila Isabel Manzano, una joven políticamente confundida que pasó de militar en el Partido Verde (ver tuit “peñalosista”) a apoyar las cabezas de lista de Cambio Radical (ver la voltereta de sus tuits aquí y aquí).

Su “conversión” no era más que el resultado de repetir las piruetas políticas de su mentor, quien armó una disidencia verde para mantenerse al lado de los partidos gobiernistas. Ahora, maestro y alumna hacían méritos en la campaña reeleccionista como parte de los “Verdes con Juan Manuel” y los “Jóvenes con Juan Manuel”. Más que una confusión política, la motivación de Isabel era la misma de miles de jóvenes reclutados en épocas pre-electorales: abrirse camino. Para cualquier recién egresado, como ella, resultaba esperanzadora la promesa de un cargo en el Estado —o de un contrato de prestación de servicios, en su defecto—.

A diferencia de Isabel Manzano, que apenas iniciaba su trayectoria profesional, Prada tenía todo por perder. Había entrado a un círculo importante del presidente Juan Manuel Santos con el compromiso de conseguir votos en Bogotá y, a juzgar por los resultados locales de las encuestas que todos revisaban con obsesión, no estaba cumpliendo con las expectativas. Tanto así que le impusieron de “jefe” al rabioso Vargas Lleras, esperando que, bajo la nueva supervisión, mejoraran las cosas para Santos en la capital del país. En ese contexto, la presencia de Isabel Manzano en aquella reunión no era fortuita. Prada la llevó para ablandar a Vargas Lleras. Se trataba de uno de los trucos más viejos y conocidos en la política. El candidato a Vicepresidente, como la mayoría de hombres poderosos que disfrutaban intimidando a otros con su sola presencia, solía transformarse en un hombre agradable y simpático ante la presencia de una mujer bonita.

—Don Alfonso Prada, me alegra que entienda la importancia de la puntualidad —exclamó Vargas Lleras saliendo al encuentro de los invitados que esperaban en la sala.

Tenía el pelo húmedo y aún no se había puesto ni el blazer ni la corbata. El “efecto Isabel”, en principio, funcionó. Vargas Lleras logró contener, al menos por unos segundos, el ímpetu de bravucón con el que tenía previsto embestir a Prada.

—Y veo que también entiende la importancia de estar bien acompañado —agregó Vargas Lleras con una sonrisa de galán, cambiando de trayectoria para saludar primero a la muchacha.

—Doctor Vargas Lleras, le presento a Isabel. Ella está muy comprometida con la reelección. Viene del Partido Verde y es una gran admiradora de sus pupilos Carlos Fernando (Galán) y Rodrigo (Lara).

La manera en la que los dos hombres se saludaron era un inequívoco indicador de la posición de uno con respecto al otro. Mientras Prada saludaba a Vargas anteponiendo la palabra “doctor”, este último apenas le daba al congresista el título de “don”. Esos matices, para cualquier testigo de la comunicación diaria entre políticos colombianos, permitían entender con exactitud quién era “superior”, quién era el dominante y quién el dominado.

—Bienvenida, señorita. Un gusto conocerla —dijo Vargas Lleras.

La sonrisa coqueta se le acabó en un parpadeo. Vargas Lleras comprendió al instante la artimaña de Prada y se sintió ofendido con la trampa.

—Pasemos de una vez a la mesa. No tengo mucho tiempo porque ahora mismo voy a Caracol—dijo malhumorado.

Antes de que iniciara la conversación, una llamada entró a su celular. Le hizo señas a una señora en la cocina para que empezara a servir el desayuno y contestó mientras se acomodaba en la cabeza del comedor.

—Darcy, qué hubo.

Al otro lado de la línea hablaba Darcy Quinn, exempleada de Vargas Lleras, esposa de uno de sus mejores amigos, y ahora periodista de la mesa de trabajo de Caracol Radio.

—Hola, Germán. No le contesté hace un rato porque estaba en reunión.

—Vea, Darcy —dijo Vargas Lleras sin entrar en mayores formalidades—, recuérdele a Darío (Arizmendi) y a su amigo, este… Gustavo (Gómez) que yo voy con el compromiso de que no me pregunten sobre la reunión que tuve con Humberto de la Calle (vea “Vargas Lleras fue informado del estado actual de los diálogos”). Que eso quede claro. Intentaron armarle un problema con eso al Presidente y hasta ahora parece controlado. Lo que no quiero es que el tema se vaya a reavivar por culpa mía. Dígale a Darío que si la van bien conmigo seguirán contando con una buena fuente de lo que pasa por estos lados.

—No se preocupe, Germán. Eso ya lo hablé y está claro (escuche entrevista a Vargas Lleras del 4 de marzo en la que, durante 44 minutos, los periodistas de Caracol Radio no le preguntaron sobre su reunión con los negociadores de paz del Gobierno).

—Bueno, nos vemos ahora entonces. Chao… chao.

Vargas Lleras puso su celular en la mesa con la pantalla boca abajo y miró con suficiencia a Prada.

—¿Si vio cómo se hacen estas vainas? No hay que dejar un cabo suelto porque nos comen vivos —dijo mientras prendía un cigarrillo sobre el plato de fruta que la señora de la cocina acababa de ponerle al frente.

Vargas Lleras aún consciente de la presencia de la bella joven sentada a la mesa, decidió actuar como si ella no existiera. Lo más importante era dejarle las cosas claras a Prada.

—¿Cómo vamos con lo de hoy? Yo espero que, por tarde, a las 8 de la mañana todas las emisoras estén hablando del mierdero —sentenció exhalando una bocanada de humo que empezó a caer sobre los otros comensales y sus respectivos platos de fruta.

—Bien —respondió Prada—. Ya está súper cuadrado. Tenemos gente en Transmilenio que a esta hora está retrasando rutas alimentadoras en dos de los principales puntos y…

—¿En dónde, Prada? ¿En dónde? —dijo Vargas Lleras impaciente y agresivo—. A mí no me sirve que usted me diga que “en unos puntos”. Dígame en cuáles. ¿Por qué solo dos? No me vaya a salir con un chorro de babas. Mire: yo no sé si usted entiende su situación, pero si a mí me pusieron al frente de este tema, es porque usted, francamente, nos dejó colgados de la brocha. Todo indica que el uribismo nos va a moler en Bogotá. Nuestra tarea ahora es salirle adelante a la destitución de Petro y eso se va a dar en cualquier momento. El Presidente inscribe esta tarde su candidatura y el primer acto de campaña va a ser en dos días, pescando en este río revuelto. La instrucción que tenemos es hacer que Petro se vaya en el peor de los mundos, que nadie lo extrañe, que hasta los petristas sientan alivio de no tener que lidiar más con la ciudad. A ver, Prada, dígame dónde es que van a ser los bloqueos.

—Sí… eh… es que son más de dos puntos donde vamos a alborotar a la gente, lo que pasa es que… me refería únicamente a los retrasos de los buses alimentadores que llevan pasajeros a los portales de Suba y del Sur, que es donde hay más usuarios… Pero igual vamos a tener agitadores en otras estaciones con alta congestión… eh, eso va a ser en las de Venecia, Alquería, Ricaurte… y… pues, en total son ocho o nueve puntos…

—¿Y eso está confirmadísimo? ¿Cómo así que “vamos a tener agitadores”? ¿No deberían estar ya, ahí, armando el mierdero? Hay que estar encima de eso, Prada.

—No… o sea… sí, sí… ya están todos ahí. Eso está confirmadísimo. Estimo que a las 10 ya todas las emisoras van a estar hablando del tema.

—No, no, no, noooo. A las 10 es muy tarde —reaccionó Vargas Lleras agitando el cigarrillo en su mano—. A esa hora es cuando empiezan a hablar de maricadas en la radio, que si el tamaño importa, que si el hijo de Shakira salió cantante, que si el Papa se tiró un pedo, que si Falcao ya puede gatear. Nooo, Prada. Mire: tan pronto salga de la entrevista en Caracol y me monte al carro, espero escuchar esa vaina en cualquier emisora que ponga. ¿Puede o no?

Prada tragó saliva. No era otra cosa que su orgullo atravesándole la garganta.

—Sí. Claro que sí. Yo hablo con la gente para que aceleren las cosas.


—Bueno, siguiente punto: ¿cómo vamos con el Pacto por Bogotá? —preguntó Vargas Lleras buscando dónde apagar el cigarrillo—. ¡A ver! ¡Será que me pueden traer un cenicero!

—Bien, bien. Ya tengo una versión actualizada de los compromisos. Se incorporaron los cambios que usted pidió y también se tuvieron en cuenta los comentarios de los presidentes de los partidos y del Presidente del Concejo de Bogotá. No sé si usted quiera echarle una última mirada.

—No, usted dele el visto bueno final a eso. Asegúrese de que a la firma del Pacto vaya cuanto edil esté mal parqueado. La foto del Presidente podrá salir muy bonita pero no nos sirve de nada si no paladeamos a los ediles, porque al final de cuentas ellos son los que consiguen los votos. Siéntelos en primera fila, que cuando el Presidente llegue los salude, que se sientan importantes.

—Sí, eso ya está cuadrado.

—Muy bien, Prada —dijo Vargas Lleras, dando al fin señas de relajarse y llevándose a la boca un jugoso pedazo de papaya—. Si lo de hoy nos sale bien, el jueves aparecemos nosotros como unos príncipes caídos del cielo, como los salvadores de la ciudad (lea “Santos firmó ‘Pacto por Bogotá’ en su primer acto formal de campaña”). Y no se preocupe, yo me encargaré de que el Presidente sepa que el mérito es suyo. Ni más faltaba que yo asumiera el crédito.

—Gracias, doctor Vargas Lleras. Gracias, de verdad.

***

Pasadas las 7 de la noche, la Candidata aterrizó en Bogotá. Venía de Cali, en donde estuvo haciendo campaña en medios de comunicación locales y participando en un par de foros universitarios. Inicialmente tenía previsto ir directo a su apartamento para revisar un abultado número de correos que requerían pronta respuesta de ella: aprobación de la agenda programada para los próximos días, retroalimentación de piezas publicitarias trabajadas por la agencia y documentos programáticos que necesitaban su visto bueno. Sin embargo, los recientes acontecimientos en Bogotá motivaron que cambiara de destino esa noche. Tan pronto tocó tierra, se dirigió a un exclusivo edificio del norte de la ciudad (muy cerca a su residencia). Una vez allí, le ordenó al conductor que hablara con los dos policías que custodiaban la portería junto al vigilante y se armó de paciencia para esperar.

Mató el tiempo respondiendo correos desde su iPad, leyendo detalles de las protestas en Transmilenio y, finalmente, dándole un barrido a sus redes sociales. Tenía los ojos cansados. El día anterior había estado en Barranquilla (también de campaña) y en menos de nueve horas debía montarse en otro avión para repetir la rutina en Medellín. El cansancio en sus ojos, producto del trajín, se pronunciaba por la lectura a media luz en la tableta.

A las 9:36, tras casi dos horas de espera, estaba en trance de quedarse dormida, pero una imagen en Instagram le quitó el letargo: se trataba de una foto publicada por María Clemencia Rodríguez, la Primera Dama, en la que aparecía junto al presidente Santos y sus hijos Martín y María Antonia, en el reciente acto de inscripción de la candidatura reeleccionista.

 

 
 
 
 
 
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La Candidata solía ver con disciplina las redes sociales de los otros aspirantes y sus familias, pero husmeaba las cuentas de los Santos con cierta obsesión, al tiempo que despotricaba con especial desdén de cualquier contenido en el que apareciera la Primera Dama. Sin embargo, esta vez, sus pensamientos se centraron en Martín. Se quedó viéndolo con empatía, pero no porque lo admirara o respetara su papel de hijo comprometido con la causa de su padre (aunque eso sí pensaba de Esteban, el otro hijo de Santos), sino porque la figura de Martín le hizo pensar en su propio hijo. Imaginó cómo sería la campaña si Camilo estuviera ahí para acompañarla, para celebrarle aciertos y cuestionarle errores. Tal vez se pelearía con él, de vez en cuando, por meterse en temas que no le correspondieran. Aunque quién sabe. ¿Estaría Camilo de lleno en la campaña o preferiría dedicarse a otros asuntos? ¿Habría estudiado arquitectura, derecho o periodismo? La Candidata se sacudió las preguntas de la cabeza. Recordó que su campaña no respondía a un deseo político, sino a una estrategia para sacar a su hijo de una cárcel de Estados Unidos (ver capítulo 6: “La Navidad y Simón Trinidad”). Lo más seguro es que si Camilo no se hubiera puesto a traficar con drogas, ella no estaría metida en semejante locura electoral.

—Creo que ahí llegó, doctora —dijo Fabián, el escolta asignado por la Unidad Nacional de Protección para conducir el vehículo blindado de la Candidata.

Tres camionetas arribaron al lugar y se acomodaron en fila frente a la puerta del garaje que ya estaba abierta. Antes de que ingresaran, uno de los policías que custodiaba el edificio se acercó a los vidrios del carro intermedio e hizo señas para que bajaran la ventana.

—Al doctor lo está esperando la doctora del carro de allá. Lleva como dos horas ahí—le dijo el policía a un guardaespaldas que ocupaba el puesto del copiloto.

El escolta volteó a mirar. Lo mismo hizo Germán Vargas Lleras, sentado en el asiento trasero. La Candidata, en el carro ubicado al otro lado de la calle, bajó su ventana para que pudieran identificarla.

—Acompáñalo hasta acá —le ordenó ella a Fabián.

Vargas Lleras hizo una mueca de extrañeza. “¿Y esa vieja loca qué hace acá?”, pensó.

—¿Le decimos que siga? —preguntó el policía.

—No, qué va —contestó Vargas Lleras con resabio—. Yo no me voy a poner a hacer visita de sala a esta hora y menos con quien no he invitado… No sé… ¡Hah! Venga a ver qué quiere la señora esta.

El candidato a la Vicepresidencia se bajó de la camioneta y cruzó la calle. Dos escoltas lo siguieron y Fabián le indicó el camino para que se subiera por el lado izquierdo.

—Mi estimada Candidata —dijo Vargas Lleras con falso entusiasmo, mientras se montaba y cerraba la puerta—, de haber sabido que usted venía le habría mandado a preparar aunque sea una tablita de quesos.

La mujer sonrió sin gana, asqueada por el olor a cigarrillo de aquel hombre.

—No hacía falta, Germán. Esta conversación no tomará mucho tiempo.

—Bueno… entonces, vayamos al grano. ¿A qué debo semejante honor?

La Candidata pensó un poco antes de empezar a decir lo que había previsto.

—Tengo que reconocerle, Germán, que ha sabido ganarme un par de manos. Lo de hoy en Transmilenio fue brillante y ni hablar de haber mantenido su cupo en la Vicepresidencia. Me sorprende que haya alineado con tanta facilidad a los presidentes de los partidos, que antes estaban tan reacios a su nombre.

—No comprendo muy bien de qué me habla —dijo él, interpretando un mal papel de hombre ingenuo.

—Vamos a dejarnos de hipocresías, ¿vale? Usted no sería el político sagaz que es si no supiera que yo estuve haciendo gestiones para que el Vicepresidente de Santos fuera otro.

Vargas Lleras hizo una mueca de creído.

—Bueno, mi estimada Candidata, pues ya que me invita usted a dialogar con franqueza… la verdad es que no le falta razón en eso que dice. Sobre el respaldo de los partidos, ahí no hay ningún misterio. Aquí entre nos, acudimos a uno de los mejores argumentos que difícilmente fallan en política: puestos. Pero… ciertamente no soy tan sagaz como quisiera. A estas alturas, yo debería saber qué es lo que usted pretendía al sacarme del juego y, honestamente, no tengo ni idea. Eso sí, le cuento que ese asunto tampoco me trasnocha.

—Pues me alegra que pueda dormir tranquilo, Germán. Precisamente vengo a recomendarle que siga en esa tónica, que pueda irse todas las noches a la cama sin que nada lo trasnoche.

A Vargas Lleras se le borró la sonrisa. El sarcasmo de la Candidata era una evidente amenaza.

—¿No me acaba de decir, señora, que nos dejemos de hipocresías? ¿Qué es lo que vino a decirme?

—Vengo a decirle que usted pudo haberme ganado esa mano, pero no la partida. Es cierto: ya no hay nada que yo pueda hacer para evitar que usted sea Vicepresidente. Pero también es verdad que aún puedo advertirle que es mejor que no se meta en mis asuntos porque le puede ir muy mal.

Vargas Lleras arrugó la frente y levantó su ceja izquierda. Era señal de que no iba a esconder su malhumor. Generalmente, era él quien se daba el lujo de intimidar a otros y no iba a permitir que una aparecida lo pusiera del otro lado.

—Mire, señora, ni siquiera me voy a tomar la molestia de preguntar cuáles son esos “asuntos” en los que usted no quiere que me meta. Si yo he llegado a donde estoy, no es porque me deje aculillar así de fácil. Le agradezco la visita, pero mañana tengo que madrugar.

El hombre puso los dedos en la manija de la puerta, dispuesto a irse inmediatamente, pero la Candidata lo detuvo en seco, sin siquiera alterar la voz.

—¿Cuántos celulares ha roto esta semana, Germán?

—¿Qué, qué? —dijo él virando la cabeza súbitamente.

—¿Sabe cuál es una de las cosas que más me sorprenden de usted? Que por años haya mantenido controlado uno de los secretos peores guardados en la política.

Vargas Lleras calló. Esperaba oír más.

—Todo el mundo sabe de su “mal genio” —prosiguió ella—. A donde usted va le preguntan que por qué es tan bravo. Incluso en “La Luciérnaga” lo imitan como un tipo irascible, fácilmente irritable. Eso es de conocimiento público, lo curioso es que, durante tantos años, le hayan tapado hasta dónde llega su patanería. En este país hoy en día es un tema de conversación recurrente el bullying escolar, incluso el acoso laboral. Me pregunto qué pasaría si se revelara, por ejemplo, el matoneo al que usted somete a sus asesores y escoltas.

—Mire: no sé de qué me está hablando y no voy a permitir…

—¿Cuántos celulares de sus asesores ha estrellado contra el suelo en un ataque de ira? O voy más allá: ¿qué pasó con el escolta con el que usted se agarró a puños cuando era congresista? ¿Sigue en su esquema? Pero no hablemos solo de ese. ¿Cuántos exmiembros de su seguridad estarían dispuestos a hablar del trato humillante y violento que usted les dio alguna vez? En resumen, Germán: ¿cuánta gente maltratada no estaría dispuesta a decir unas cuantas verdades? Pero esas son preguntas que yo estoy resolviendo. La pregunta que debe hacerse usted es cuántas pruebas de eso tengo mi poder. Es que, Germán, aquí no estamos hablando del Vargas Lleras que fuma en lugares prohibidos o el que de vez en cuando suelta un madrazo. No. Aquí estamos hablando de un maltratador que aspira a ser Vicepresidente. ¿Sabe? Es muy famosa una historia de usted atacando a un mesero y sosteniéndolo contra la pared en Harry’s Bar. Es curioso el nivel de detalle que ciertos círculos conocemos de esa anécdota. Usted estaba tomándose unos tragos un viernes, con un grupo que suele reunirse ahí: Eva Rey, Yamid Amat, Jorge Armando Otálora… Todo iba bien, incluso bromeaban con el mesero que los atendía, hasta que usted se dio cuenta de un chicle que se le había pegado en el vestido. El mesero, que ya había entrado en confianza, bromeó sobre el tema y usted se le fue encima. Dicen que a usted tuvieron que agarrarlo para que no pasara a mayores…

La sorpresa de Vargas Lleras no era tan evidente como el malestar que le producía sentirse vulnerable. La Candidata disfrutó ese momento, pensando que las dos horas de espera habían valido la pena solo para ver la cara de impotencia de aquel hombre.

—Dígame, Germán, ¿qué tan precisa es la historia que le acabo de contar?

—Mire… Usted lo ha dicho: nadie se ha atrevido a… a… a hacer eco de semejantes historias fantasiosas. No veo por qué ahora…

—Es cierto. Ahí, en esa misma mesa de Harry’s Bar, estaban dos periodistas que decidieron cubrirle la espalda. Hay secretos a voces que el periodismo… o mejor, que los periodistas y sus medios no se atreven a tocar. Pero hoy las cosas son un poco diferentes. Supongamos el siguiente escenario: piense en una foto suya con los brazos en el cuello del mesero, sosxteniéndolo contra la pared; ahora imagine que esa foto se publica en Twitter y empieza a viralizarse. No tenga duda de que van a compartirla y replicarla los enemigos del santismo, que básicamente son todos los no santistas: uribistas, petristas, peñalosistas… Esa sería una historia difícil de contener, por más que usted tenga muchos amigos en los medios. Su malgenio pasaría de ser un tema anecdótico a un asunto de interés público y, a partir de ahí, solo habría que esperar a que todos los maltratados por usted se pongan en fila para contar sus propias historias.

—¿Usted tiene una foto de eso? —preguntó Vargas Lleras, amansado.

—La próxima vez que decida salirse de la ropa, tenga en cuenta que cualquier persona en un restaurante carga una cámara fotográfica de alta definición en su celular.

—Supongamos que usted tiene una foto de esas… aunque lo dudo. ¿Qué es lo que quiere? Me habló hace un momento de unos asuntos suyos en los que pretende que yo no interfiera. ¿Cuáles son esos asuntos?

—Ahora sí está haciendo las preguntas correctas, Germán. Tenga en cuenta eso para que siga durmiendo sin trasnocharse. Por ahora, vamos a acabar esta conversación aquí. Cuando necesite contarle de mis asuntos, lo buscaré. Ahora, por favor, bájese. No me aguanto un segundo más su olor a cenicero.

Vargas Lleras se tragó el insulto. Salió del carro entre confundido y preocupado. Antes de que cerrara la puerta, la Candidata alcanzó a decirle una última cosa:

—Veo que bajó de peso. Bien por usted. Eso es bueno para la campaña. Pero debería pensar ahora en un blanqueamiento dental. Tiene demasiadas manchas en los dientes y, francamente, se ve desagradable.

***

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